miércoles, 16 de noviembre de 2011

Cosa infeliz


“Hace ya muchas generaciones (no me preguntes cómo me acuerdo de esto) había una raza, subespecie, yo qué sé cómo les dicen ahora, pero el tema es que se llamaban tercermundistas. Los tercermundistas vivían en la selva. Tratábamos de no joderlos demasiado siempre que ellos no nos jodieran a nosotros, pero la cosa es jodida...hay que vivir al lado de esos animales. Pero bueno, el tema es que un día a un grupo de tercermundistas se le ocurrió la maravillosa idea de quejarse de su condición: ¿Por qué ellos, que eran como todos nosotros, decían, tenían que bancarse la naturaleza salvaje mientras nosotros disfrutábamos de un departamento en el piso 36, un televisor plasma y un iPod Touch?

“En ese entonces, entre nosotros había mucha estupidez, y estaba de moda sentirse mal por los que eran aún más estúpidos, pues hacía parecer más inteligentes a nuestros idiotas. Así saltaron Gap, Nike, Apple y un sinfín de marcas más con campañas por el intercambio masivo de mundos: la ciudad por la selva. Decían que sería la cura contra todos los males: el calentamiento global, la falta de crédito en el celular, la gripe porcina (que, luego, se descubrió que era causada por el comunismo), el sexo y la muerte. Finalmente fue así, pero no de la forma en que se esperaba.

“Así que cuando se llevó a votación, el cambio de vivienda ganó por mayoría arrolladora. Los tercermundistas vivirían en las ciudades y nosotros en las selvas.

“Para facilitar el cambio, se formó una coalición de ejércitos con los tercermundistas. Lo que eran sus grupos armados..porque a eso no lo podés llamar ejército. Un ejército tiene un mínimo de organización, esos pibes no tenían la más puta idea: estuvimos varios meses tratando de enseñarle a los más idiotas a no volarse los sesos con un rifle hasta que decidimos que lo mejor era dejar que el problema se arreglara solo.

“Finalmente nos mudamos e instalamos en la selva. Al principio, se desmoronaron todas las falsas esperanzas de los idiotas de que sería divertido, lo que empezó a desembocar en un descontento general, pero nos acostumbramos y adaptamos. A los 6 meses, ya teníamos nuestro primer televisor hecho de lianas, tronquitos y el cuello estirado de un sapo.”

“No, no, pará.” La mujer interrumpe al viejo, cuchillo de picar zanahorias en mano. “Bastantes boludeces te dejo que le digas al nene, pero con esto ya te zarpaste.”

“¿Cómo que boludeces? Si fue así. ¿O vos estuviste allí?”

“No estuve allí, pero tu lengua apestaba a Alzheimer antes de que dejaras de envejecer. Y no importa hace cuánto haya sido, es imposible que hayan hecho un televisor con lianas, tronquitos y un cuello de sapo”

“Qué sabés... yo a tu edad-”

“Vos a mi edad eras un viejo choto. Y siempre vas a ser un viejo choto. Hasta que te acuerdes cómo hacer para morir. Y seguro te olvidás de decirnos y te morís, dejándonos solos y vivos. Completamente al pedo, como tus tercermundistas de mierda.”

“...sos cruel.”

“Y vos inútil.”

El niño, cansado de oírlos seguir discutiendo las mismas cosas por enésima vez, decide crecer y se va de la casa otra vez.

A criar más hijos sin padres.

A olvidarse cómo morir.

Un esclavo más.

viernes, 17 de junio de 2011

Bondi porteño

El bondi es noble en el gemido de sus frenos. Recuerda una vida pasada de proporciones monumentales, de viajes inmortales aplastados entre el océano, el cielo, como una gota estirada ante el peso imbancable de dos perfectas placas de acrílico: una traslúcida y celeste; otra, espejito de esa, empujando, sin querer y sin saber, a esa gota monumental de férrea terminología, de popa y de proa, de sentina y de quilla, empujándola, al fin, hacia el astillero, al desbaratadero, donde se le encuentra un uso nuevo a lo que es viejo y donde la casualidad encontró –si no es invención mía– que el corazón eterno de un buque de hierro, antes encarnado en el rugir de su cuerno, cabe en la simple falta de aceite de los frenos de un bondi porteño.

domingo, 22 de mayo de 2011

Carta que no ganó el concurso de cartas de amor de Buenos Aires "Querido corazón...", edición 2010, porque los jueces de dicho concurso son todos putos y encima no saben leer entre líneas

Te escribo esta carta por varias razones. La principal es que no sé cómo seguir el cuento que empecé sobre nosotros y quizás esto aceite los engranajes de la inspiración. Luego, hay un sinfín de razones complementarias, entre las que la más relevante es que no te la pienso entregar jamás. De hecho, no creo que te vuelva a ver jamás, lo que, problemáticamente, no me causa la más ínfima tristeza, ni alegría, ni nada. "No me mueve un pelo", dirías. Hace un tiempo fantaseaba con encontrarte en una fiesta y que termináramos garchando en cualquier lugar, tú agotada y sin poder más, yo un tanto aburrido y, por eso, satisfecho. Satisfecho porque habría saldado una cuenta pendiende: el tener que demostrarte que yo ya no era tu nene de dos años que lloriquea por tu seno maternal, que había roto la tela asfixiante e inagotable de tu amor incondicional. Y mucho tiempo tuve esa fantasía, probablemente ése que fui siempre la tendrá, porque entre nosotros las cosas quedaron así. Y ahora que pasó el tiempo y que no me mueves nada, trato de reencarnar esa indignación que sentía. ¿Quién mierda te creías para hacerme de madre incestuosa, tú, maldita avivadora de neurosis? Pero no me sale. Y me quedo sin cuento. Entonces, ¿de qué me sirve todo eso y todo esto, si ni un cuento me quedó?

sábado, 12 de marzo de 2011

Mauro

Mauro abre los ojos. Un ruido interrumpe su sueño. Mira a su izquierda y el despertador rojo lo mira de vuelta. El ruido insiste. El brazo de Mauro se aleja del despertador, toma impulso, se tensa. El despertador rojo lo nota y se asusta. Aguanta el aire, sabiendo que su existencia depende de que no se le escape ni el más ínfimo suspiro, la más muda campanada. Los ojos sostienen la mirada del otro. El hipo irrefrenable del despertador lo agita, y él no necesita sentir el manotazo de Mauro para saber que está muerto en una explosión de tuercas, aceite negruzco y un último y patético ‘ring’. Mauro siente alivio. Luego, soledad.


Flexiona abdominales y toda clase de mecanismos internos arranca en su cuerpo. Gira noventa grados y los pies tocan el suelo. Camina hacia el baño mientras se limpia la sangre de despertador rojo en los calzones. Se los saca antes de salir del cuarto.

Entra al baño, enciende la luz y se mira en el espejo. Acerca su cara al cristal para que sus granos se vean claramente, con la esperanza de que se espanten a sí mismos y decidan desaparecer, pero los granos se inflan con amor propio hasta reventar. Mauro embriaga sus heridas y enciende la ducha. Cuando el agua está humeante, lanza su cuerpo al torrente. Se acostumbra gradualmente a la temperatura: le duele, le molesta, le es indiferente, le gusta. Se masturba buscando sensaciones de su último sueño erótico. Encuentra un instante concreto en los restos del sueño, lo revive una y otra vez, usándolo total y absolutamente, haciéndolo viejo y conocido, anticuado, obsoleto. Cuando eyacula, deja que el agua se lleve el recuerdo, insatisfecho.

Luego de bañarse, Mauro se seca. El único momento en que alguna parte de su piel no siente frío es cuando la toalla la acaricia, secándola. Se viste con la ropa que encuentra en su armario. Se pone los zapatos y camina a trancos hasta la cocina. La cafetera está escupiendo café, que se llora a sí mismo por las quemaduras que sufre. La tostadora tuesta el pan, que sostiene un aullido sordo de torturado. Cuando está todo listo, Mauro toma el café espeso y mastica el pan crujiente. Se detiene unos segundos para pensar en la impotencia que deben sentir sus víctimas y casi siente empatía por ellas, hasta que suena la alarma de su celular: es hora de irse.

Mauro espera en la parada al colectivo con un conocido de la escuela. Es uno de los protegidos del árbol de loto, un lotófago. No hablan mucho. El lotófago no ha probado fruto desde hace días y empieza a ver la vida con ojos más sobrios. No le gusta; lo aterra.
El día aún no hace acto de presencia. Se acerca el colectivo, una gran bestia de ruedas y acero gris. Mauro y el protegido del loto pagan por ser devorados por ella. Se sientan juntos sin saber bien por qué. En todo el trayecto, no se dicen nada y apenas recuerdan la presencia del otro. Mauro le quita importancia a lo que ven sus ojos por la ventana del colectivo y le presta más atención a lo que escuchan sus oídos. Éstos reciben música artificial de auriculares, como las plantas de invernadero reciben luz artificial de lámparas que se hacen pasar por el sol.

El lotófago no piensa sino en los frutos de su árbol padrino; y la ansiedad crece.
La gran bestia gris se acerca a la parada de Mauro y el lotófago. Se levantan y tocan un timbre chillón que empuja al colectivero un terrible paso más a la locura. Se acerca a la parada y, con un gruñido y el crujir de aceros, la bestia gris los escupe sobre la acera. El protegido del loto aterriza primero y empieza a caminar hacia la escuela, rápido y nervioso. Mauro decide caminar a su propio ritmo y, a medida que se acercan a la escuela, la distancia entre ellos crece. El sol todavía no alumbra del todo cuando llegan.

Los últimos veinte metros, el lotófago muestra el máximo de su desesperación y atraviesa a galope la entrada de la escuela. Llega al patio y se abalanza sobre el gran árbol que crece en el centro. Ya hay un par de protegidos ahí echados; él estira el brazo y se les une. Al consumir su fruto, el tiempo, que marchaba a un ritmo dinámico, se vuelve perezoso. El lotófago sonríe por la familiaridad y comodidad de este mundo, de este ritmo, le salen hojas del pelo y raíces de los pies, su piel se va haciendo madera y trata de no pensar en lo insulso que se siente todo comparado con la primera vez que probó el fruto de su árbol. Cuando Mauro llega, ya es un extraño para él.

Mauro decide ignorar la flora y fauna estudiantil y, en el camino a su aula, esquiva compañeros que se hacen caballos, a otros que sudan luces frenéticamente y a otros que se hacen infinitos en uno, espejo del espejo del espejo del etc.

Sentado en su banco, Mauro espera a que toque la hora de salida. A medida que pasa el día en el aula, va dejando de ignorar concientemente lo que pasa a su alrededor, ya no hace falta, cada vez lo ve menos. Ya no hay pulmones que exhalan fuego, ni sueños que se estrellan contra las ventanas, ni fornicadores vicarios*, ya no hay gente que ignorar.
Mauro se levanta y no hay nadie. Sólo él y sus objetos.

*traducción aparente de la palabra vicarious, del inglés.
vicarious: Felt or undergone as if one were taking part in the experience or feelings of another.

jueves, 10 de marzo de 2011

Mi generación

(la canción es All I Need)

Me imagino una sala llena de adolescentes bailando en parejas
muy pegaditos
como si fuese un lento de los ochentas.
Los veo cerrar los ojos
dando diminutos pasos ciegos
que lloran por alguien que los tome de la mano
y les dé alguna dirección.
Escucho la confesión de sus movimientos
la entrega absoluta de sus cuerpos
el aferrar desesperado de los brazos
que dice, en crescendo con la música,
en una carrera ensordecedora de llamas
que amenazan con consumirse y dejar la sala a oscuras,
el aferrar que grita
te amo            me/odio            te amo            me odio            te amo
me odio            te amo            _me odio            te amo            me odio
te amo            me odio            te amo/            me odio            te amo
me odio            te amo            me odio            te_amo            me odio
te amo            me odio            te amo            me odio/
hasta que se queda sin aire
y los mocos y los ojos llorosos están saturados
y necesitan descansar.
Y al final de la canción
cuando se asienta el silencio
y los pasos no ruegan
y los abrazos no hablan
todas las parejas se sueltan
sin saber dónde dejar
la mirada sin saber
dónde guardar las manos
parados incómodamente
al frente de su compañero
hasta que uno decide irse
sin animarse a decir ni adiós.

viernes, 21 de enero de 2011

In the pale light of the moon
I play the game of you

jueves, 9 de diciembre de 2010

Disfuncional

  • ¿Querés algo?
  • Mm..no, gracias.
  • ¿Segura? ¿Algo de comer? Hay Oreo.
  • Tienen crema.
  • Ah, cierto que sos vergana.
  • Ja, ja...imbécil.
  • Bueno, tranqui. Era un chiste, nomás.
  • Sí, ya sé que era un chiste, me tienen las pelotas llenas con los chistes. Y después del chiste, alguien dice "¿Y por qué sos vegana?". Siempre que voy a algún lado salta el mismo tema de conversación: por qué ser vegano es completamente imbécil.
  • Pará, nunca dije eso. Disculpame por joderte, no lo decía en serio. A ver, ¿por qué crees que te jodo?
  • Porque sos un imbécil.
  • No, porque te quiero y porque me importás.
  • ¿Esperás que me trague ese chamuyo barato?
  • Es en serio, si no me importaras no te jodería con que sos vegana: no me interesaría en lo más mínimo. ¿No crees?
  • Mm..no, pero ya fue.
  • ¿Así que ya está?
  • Te dije que ya fue.
  • Ok, no digo más. ¿Y por qué andás tan susceptible? ¿Pasó algo?
  • No pasó nada y no estoy susceptible, sólo estoy podrida de que siempre que voy a algún lado, me hacen mil preguntas sobre ser vegano. La vida se vuelve un poco monotemática.
  • ¿Y qué decís?
  • ¿De qué?
  • Cuando te preguntan por qué sos vegana.
  • Y..que me da asco comerme a otro animal.
  • Eso te dice un vegetariano, no un vegano.
  • Bueh, que me da asco comer cualquier cosa que venga de otro animal. Es como que te explotes un grano y te lo comas.
  • Ah. ¿Entonces es sólo eso? ¿Asco?
  • ¿Y qué querés que te diga? ¿Que cuando era chica a mi gato se lo morfaron unos chinos? Es así, es mi filosofía de vida. Imaginate si te preguntara por qué vos sos cristiano.
  • Fácil: fuera de que es en lo que creo, porque mis viejos me criaron así.
  • Ah bueno, así cualquiera.
  • Y..más o menos. A vos no te criaron tus viejos para que seas vegana.
  • Y, no. Pero tampoco tenés que ser todo lo que tus viejos te dicen que seas. Parte de vivir es elegir, si no no es tu vida, no son tus razones.
  • Como vos, que elegís ser vegana sólo porque sí.
  • No. Como yo, que elijo ser vegana porque creo que nadie tiene derecho a adueñarse de la vida de otro.
  • Así que tu veganismo es más valioso que mi cristianismo porque vos elegís ser vegana y yo arranqué siendo cristiano.
  • Y, si hay que comparar...
  • Y que tu viejo sea dueño de ganado no tiene nada que ver con el tema.
Se miran fijamente, ella con cara de "¿Me estás jodiendo?", él con cara de "¿Qué te pasa?". Y en vez de decirle "no entendiste nada", como desearía más adelante, ella le dice
  • Sos un imbécil.
y se va.